"Volver a vivir

después   de  Auschwitz" 

El Profesor Banosh - pasaje

...

- Te puedo decir con alegría que mi hermano Herschek sobrevivió a la guerra y nuestro reencuentro será en Uruguay.  Recibí la noticia cuando estaba con Ianka.  Los tíos nos están esperando ansiosamente.  Dentro de poco los médicos me darán de alta, sólo me falta recibir el permiso del gobierno uruguayo para poder irme.

- Yo también estoy en contacto con mis familiares en Argentina y en los Estados Unidos - me explicó Nina.

Mi prima era una chica muy simpática, inteligente y bonita; entre las dos no sumábamos 40 años.  Poco a poco nos integramos a la vida de nuestro nuevo hogar, conocimos nueva gente, entre la que quisiera mencionar especialmente a una persona, Banosh, el profesor de música. 

- ¿Oíste lo que dijo el profesor? 

- Sí, pero nadie se animó a presentarse, salvo el violinista que es un profesional - le contesté a mi prima Nina. 

- Yo, en tu lugar, me presentaría, ¿por qué no? Tienes buena voz - insistió ella. 

- Por supuesto que me presentaría, pero él necesita gente que realmente sepa música y yo sé muy poco o casi nada.

El profesor Banosh era director de una gran orquesta en Hungría y gracias a su talento pudo sobrevivir a la guerra. 

- Me parece que no entendiste a lo que se refería.  El profesor sabe muy bien que aquí no puede encontrar profesionales, lo que sugería era crear una orquesta con gente que tuviera alguna noción de música y tú la tienes. 

Mi prima insistió tanto, que le prometí presentarme.  Lo que Nina ignoraba era que yo me inhibiría al cantar ante un entendido, pero se lo había prometido y no podía echarme atrás.  La verdad es que no sé por dónde comenzar a explicar todo este asunto.  No era fácil comprender esa insólita actitud del profesor.

Al principio sus palabras parecían algo fantasiosas, motivadas por el entusiasmo.  Él propuso formar una orquesta con quienes vivían en el sanatorio de refugiados, gente que logró sobrevivir a la guerra nazi y se encontraba en este hospital de recuperación fisica.  Las personas que habían tenido la suerte de encontrar a algún familiar en el mundo, dejaron Alemania inmediatamente.

Los refugiados poseían ciertos privilegios, como carné para poder viajar por el país, entradas para el cine, teatro, conciertos, etcétera.  El profesor Banosh decía que en pocos meses lograría formar una orquesta con personas que tuvieran alguna noción de música.  Todos lo escuchábamos con respetuosa atención.  También nos contó que gracias a su violín, que tocaba para los nazis, pudo sobrevivir a Auschwítz.

Casualmente, en nuestro sanatorio vivía un muchacho rumano que tocaba espléndidamente el violín.  Cuando tocaba era tan maravilloso que nos resultaba un verdadero privilegio poder escucharlo.  A veces ejecutaba canciones muy melancólicas que llegaban hasta las fibras más íntimas; algunas mujeres suspiraban o lloraban.

Por supuesto que el profesor se dio cuenta de que el muchacho era un gran talento.  Su nombre era Ianush y tenía una novia muy bonita que solamente hablaba el rumano.  Ianush se expresaba en iddish, de modo que por lo menos nos entendíamos con él.

Después de todo, tal vez mi prima tuviera razón. ¿Por qué no podía presentarme ante el profesor Banosh?  Si no le gustara mi voz, diría: "Aquí no ha pasado nada".  Entonces decidí hacerlo, pero antes practiqué un poco algunas canciones que antes solía cantar.

Al día siguiente fui con Nina al salón del comedor donde se realizó la entrevista, la cual se demoró porque el profesor estaba retrasado y mientras tanto mi imaginación galopaba velozmente e inventaba diálogos entre el director de orquesta y yo. En todos ellos nuestra conversación terminaba indefectiblemente en una suave negativa, pero negativa al fin, que me llenaba de desaliento.

Finalmente llegó mi turno y como en la mayoría de los casos, no pasó nada de lo que había imaginado.  Cuando tuve que cantar mis nervios se evaporaron.

- La voz es buena, pero hay que pulirla.  ¿Te animas a estudiar un poco? - me preguntó.

Al escuchar las palabras del profesor sentí una gran alegría.  ¡Eso significaba que me aceptaba para su orquesta!  Mi prima, con mucha emoción, agregó: 

- Además, ella conoce las notas. 

- Esto facilita el estudio - aseguró el profesor.  Mi prima me miró con satisfacción y entusiasmo, como diciendo, ¿Viste como yo tenía razón?  El profesor nos aclaró que iríamos a los hospitales y daríamos conciertos para los enfermos o inválidos que habían sobrevivido al Holocausto nazi.  La sensación de realizar una buena acción me embargó por completo, poniéndome cada vez más alegre.

Entre tanto, se presentaron otros jóvenes y poco a poco se formó un coro.  Lo que antes parecía una aventura, ya era una realidad.  En pocas semanas estábamos listos para los principales ensayos.  Las horas se me pasaban volando y comprendí que el canto era mi verdadera vocación.

El profesor Banosh estaba satisfecho de su grupo de alumnos, en el que la mayoría eran muchachos.  Un compañero llamado Arí siempre estaba a mi lado.  Era un chico muy simpátíco y cantaba bien, pero nunca lo eligieron como solista.  Él se dedicaba al deporte: jugaba tenis, ping-pong y a veces fútbol; era un atleta.  Un día me dijo algo que me asombró:

- Ana, quisiera decirte que los días que estuvimos cantando juntos fueron los más felices para mí. 

- No bromees - le espeté con cierto rubor. 

- ¿Por qué no me crees? Tú me gustas mucho o ¿tal vez piensas que se lo digo a todas?

Me decía este tipo de cosas abiertamente y se notaba que hablaba con sinceridad.  Yo lo apreciaba porque era muy respetuoso y amable; siempre estaba a mi lado en los ensayos, parecía mi sombra.

Naturalmente, nuestro repertorio era internacional pues nuestro coro estaba integrado por gente que hablaba diferentes idiomas.

Por fin el momento esperado llegó: el profesor organizó el viaje por tren.  Ya dentro del vagón quedé unos minutos pensativa.  Estábamos viajando junto a alemanes, sentados al lado de alemanes que en la época de la guerra nos habían despreciado y no nos permitían ir con ellos por considerarnos una "raza inferior".

Durante años viví una absurda discriminación, situación nueva e insólita para mí.  De improviso, el pensamiento me trajo recuerdos del Holocausto. Algo se apoderó de mí; por unos minutos experimenté la sensación de vivir en aquellos tiempos, sensación contra la cual era inútil luchar o rebelarse. Por fortuna poco a poco aquella imagen se fue alejando y la serenidad volvió a mí.

La claridad del radiante día me conmovió al punto de sentirme alegre y libre.  Comencé a mirar a las personas que se encontraban a mi alrededor. En aquel momento sentía el cerebro tan despejado que hubiera sido capaz de decirles todo lo que me había pasado durante los largos años que viví en lo campos de concentración nazis.  Menos mal que aquella tentación fue pasajera, porque esta gente podía no tener ninguna culpa de los crímenes de Hitler.

Cuando recobré la serenidad, de pronto Ari interrumpió mis pensamientos:

- ¿En qué estabas pensando? 

- En nada importante - le respondí como despertando de un sueño.

Al fin llegamos al hospital de inválidos, cerca de Munich.  Ante nuestra presencia, los enfermos y los médicos nos expresaron sonrientes su agradecimiento.  De pronto se oyeron voces: ¡Llegaron los de la orquesta! ¡Llegaron los músicos! 

- ¡Silencio, por favor! - pidió el administrador.

Después de ser presentados por el jefe del establecimiento, el profesor dio la orden de empezar.  Su cabellera blanca y su postura le daban un majestuoso aspecto. El violinista, el pianista, el contrabajo y otros, iniciaron las primeras notas.

El profesor Banosh dirigía con emoción; de pronto, miró a la cantante, pero ella, como petrificada, no quitaba la vista de los enfermos sin poder comenzar.  ¡Se trataba de mí!  Casi me pierdo, el corazón me latía presuroso: 

" ¡Debo cantar! ¡No puedo defraudar al profesor!", me dije y comencé a hacerlo con toda mi alma.  No precisé esforzarme en poner sentímiento. "Si supiera que con mi canto podrán sanar en algo estos inválidos de la pasada brutal guerra, cantaría hasta desfallecer, ¡Dios mío!" Pensaba en esos instantes al tener ante mí a jóvenes, algunos sin piernas; otros sin brazos. Víctimas y más víctimas.

A medida que cantaba descubría a uno y a otro en sillas de ruedas. Experimenté un sentimiento espantoso viéndolos en ese estado: sin chispa de vida, con las manos flácidas y esqueléticas; toda la expresión del cuerpo era de inmensa tristeza.  No sé cómo pude enfrentarlos, no podía seguir, más tenía que hacerlo.  Antes de la guerra conocí a algunos inválidos, pero eran diferentes, tenían incentivos para vivir.  Los mutilados de esta infernal guerra parecían derrotados.

Pobres, para ellos la existencia era seguramente un peso intolerable y la muerte tal vez fuese una liberación.  Todas estas reflexiones me angustiaban, pero habíamos ido a hacer una obra de bien y teníamos que cumplirla. ¿Cómo pensar en irme? Tenía que ser fuerte y no demostrar lo que sentía.

Me di cuenta de la gran obra que estaba realizando el profesor Banosh y su afán de organizar tan tenazmente una orquesta para alegrar un poco a la gente que sufría.  Él lo hacía desinteresadamente, nosotros también.  Cuando terminamos pidieron la repetición.  Completamos el repertorio con varias piezas más que fueron muy aplaudidas y prometimos volver.

Esa noche no pude conciliar el sueño.  Sentía una sensación amarga, la imagen de los inválidos no se me borraba de la mente, tuve que contener las lágrimas.  Nunca comprenderé cómo ocurrieron tales hechos en un mundo civilizado. ¿Por qué guerras?

Como mecanismo de defensa para sobrevivir, había decidido que no permitiría que los recuerdos me invadieran, pero después de ver a esa gente se me heló el corazón y nuevamente aparecieron cuadros espantosos del campo de concentración de Auschwitz y otros.  Otra vez me vi entre "prisioneros", evoqué especialmente el primer día.  Los recuerdos pueden ser grandes compañeros y a veces también grandes enemigos pues vivían en mi mente siempre dispuestos a hacerme volver al pasado.

...

Go on - Continuar   Pasaje del capítulo "Tu te vas y yo moriré,,," 

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