Año
II - Nº 87 - Uruguay, 16 de julio del 2004
Auschwitz
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Por Dr. Ricardo Ayestarán
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"Los
que estuvimos allá, nunca vamos a poder salir de ahí, los que no estuvieron,
nunca van a poder entrar..." "...Tan pesada era mi angustia que hice
una promesa, no hablar por lo menos por el tiempo suficiente para aprender a
escuchar las voces que lloraban dentro de la mía..."
(Elie
Wiesel)
Una fría noche del pasado mes de junio, en medio del ruido típico
de la hora previa a la cena, mientras mis hijos jugaban con el ruidoso bretón
español que malcrían y mi esposa conversaba con su madre de los sucesos del día,
yo veía un programa deportivo por televisión. En medio de esa escenografía,
cotidiana, casera y doméstica, los grandes acontecimientos históricos eran sin
duda sucesos lejanos, sumergidos en la profundidad de las páginas de los libros
que habitan, hieráticos y silentes, la penumbra erudita de la biblioteca. A eso
de las nueve de la noche una llamada telefónica se sumó al bullicio normal de
la hora. Una voz de mujer, clara, vital y con acento extranjero preguntó por el
doctor Ayestarán. Había leído algunas cosas escritas por mí y como le
gustaron quería conversar conmigo.
-“Usted no me conoce,” - me dijo-, “mi nombre es Ana
Vinocur, y soy una ciudadana uruguaya nacida en Polonia” Y acto seguido agregó:
-“Yo soy una sobreviviente de Auschwitz”
Durante algunos instantes permanecí en silencio, con la vaga
sensación de ingresar a una suerte de túnel del tiempo, donde las palabras y
los sonidos se alargaban como en una especie de cámara lenta, mientras una ráfaga
helada de historia, oscura y sombría, me alcanzaba en el corazón mismo de la
cotidianeidad cálida y familiar de mi tranquilo hogar montevideano, tan lejano
–afortunadamente- de las cumbres borrascosas de la historia universal.
Días después fui a visitarla,
y en un típico y agradable apartamento de clase media de Pocitos tuve la suerte
de conocer personalmente a Ana Benkel de Vinocur y su increíble historia de
vida. Esta extraordinaria mujer, cuya vitalidad ya me había llamado la atención
por teléfono, es una persona llena de vida y optimismo, que siente que está
haciendo algo muy importante por sí misma y por la humanidad, y que pese a
todas las adversidades que tuvo que enfrentar, se comprometió con la vida,
juramentándose recuperar el amor y la esperanza de una familia, una familia
como aquélla que la calígine totalitaria destrozó en los campos protervos del
Tercer Reich.
Y no cabe duda que lo logró.
Alcanza con verla y oírla.
Ana Vinocur es el símbolo vivo
de que el lado luminoso del ser humano es capaz de superar el mal en su versión
más absoluta, omnímoda y poderosa, manteniendo intacta la capacidad de amar,
de ser libre y de soñar.
Tras 20 años de silencio que su
esposo y sus hijos supieron respetar con amor y sentimientos encontrados, Ana
decidió finalmente abrir las puertas de su memoria para contar su vida y su
experiencia en lo que intencionalmente quiso que se llamara “Un libro sin título”,
y que tuvo la cálida gentileza de obsequiármelo. A este trabajo le sucedieron
otros dos: Volver a vivir después de Auschwitz, con introducción del entonces
Ministro de Educación Yamandú Fau y prólogo de Roger Mirza, fue editado por
el Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay y el Archivo General de la
Nación; y finalmente Luces y
sombras después de Auschwitz de la Editorial Diana.
De la larga charla que tuvimos
vale la pena rescatar la energía, el sentido de ir a más, de búsqueda
perpetua de un motivo para vivir, su amor a la música y la alegría de poder
cantar, hechos que mucho tienen que ver con su capacidad para haber podido
sobrevivir a la Shoá. Una vitalidad afirmada en recuerdos entrañables
atesorados en lo íntimo de su alma, pero que lejos de anclarla al pasado deletéreo,
la impulsaron a fundar nuevamente la vida como homenaje recordatorio de los que
murieron. Ana Vinocur se transformó por voluntad propia en una portadora de la
llama sagrada de la memoria, y que habrá de legar a las nuevas generaciones
junto con el compromiso de mantenerla viva y ardiendo sin que se consuma jamás.
Porque el pueblo judío es,
esencialmente, la milenaria fidelidad a la memoria como deber inapelable y como
condición de existencia, esa memoria que ha encontrado su patria en un libro
infinito y abierto en el que habita –único lugar del que nadie ha podido ni
podrá expulsarlo jamás- desde hace 4000 años.
Y el libro sin título de Ana,
que me lo leí de un tirón en una tarde de domingo, que lo leyó después mi
esposa, que ahora lo está leyendo la madre de mi esposa, que luego leerán mis
hijos, y que deberían leerlo todos los que creen que el ser humano es siempre más
importante que cualquier ideología, es esencialmente, un testimonio digno y
conmovedor. Escrito en forma de diario personal, tiene la frescura y la
espontaneidad del que no pretende escribir una obra de arte, sino retratar con
fidelidad lo que sintió una adolescente judía polaca atrapada juntos a sus
seres queridos en mundo que se desintegró completamente en pocos meses. Escrito
sin concesiones, pero sin golpes bajos ni truculencias viscerales, la obra va
relatando un drama que es a la vez universal y personal, doméstico y familiar.
Y aunque el lector sabe que la tragedia inexorablemente irá empeorando a medida
que corran las páginas, también percibe que al final, la heroína, seguramente
herida en cuerpo y alma, habrá de sobrevivir, y eso hace psicológicamente
menos duro el hecho de saber que todo lo relatado increíblemente pasó en el país
más culto de Europa.
El libro vale la pena por varias
razones. Primero porque cumple con una regla básica de cualquier libro que es
atrapar al lector con su contenido. Segundo porque es un documento histórico
invalorable, escrito desde el corazón, y tercero porque ha pasado a integrar
aquella memoria colectiva que hacíamos referencia y que está en la esencia
misma del vivir, del morir y del eterno sobrevivir del milenario pueblo de
Israel.
Conocer a Ana Vinocur me sirvió
para muchas cosas. Pero quiero rescatar tres.
La primera fue comprobar que Ana
Vinocur es un símbolo de la maravillosa capacidad del ser humano de levantarse
desde la sima mas profunda y con amor y alegría volver a reconstruir una vida
destrozada, recreando la esperanza en su plenitud para depositarla intacta y
hermosa en el alma y en las manos de sus hijos y sus nietos.
En segundo lugar para
reflexionar sobre los límites extremos a los que es capaz el hombre de llevar
el mal puro, duro y absoluto. Comprender lo sucedido en Auschwitz es básico
para llegar a las raíces culturales que necesariamente deben decodificarse para
asegurar que tales atrocidades no vuelvan a reeditarse una y otra vez sobre la
faz de la tierra.
Auschwitz es el símbolo del
espanto, el recuerdo perenne del horror de la carne destrozada, de los huesos
rotos y los pulmones quemados de las víctimas, pero también,
atrocidad mayor si fuera posible, la evocación perpetua de las almas
vacuas, infamadas y muertas para siempre de los victimarios, de los verdugos y
de todos aquellos bípedos fenotípicamente humanos, que de una manera u otra,
por acción u omisión, en los campos, en los trenes, en los púlpitos o en la
aquiescencia silenciosa, colaboraron con una iniquidad de ribetes inconcebibles
para la conciencia y el sentido humanitario de cualquier persona normal.
Auschwitz nos revela toda la
maldad que es capaz de desplegar el ser humano cuando un estado, una autoridad,
una ideología, una religión, un partido, nos convence de que lo que hacemos no
está mal, que tiene algún propósito superior bueno, que el sufrimiento que
infringimos tiene un sentido y que no somos responsables de ello. Y esta
capacidad para el mal ha acompañado como una sombra siniestra la historia de la
humanidad. Y su condición de intemporal permite suponer que el horror puede
volver a ocurrir mañana mismo en el lugar menos pensado.
A lo largo de la historia las
variantes políticas, religiosas, raciales o ideológicas de la maldad colectiva
siempre han sido el resultado de una creencia ciega y acrítica en dogmas
infalibles que han asegurado a sus prosélitos la certeza de la posesión
absoluta de una verdad única, universal y excluyente. Y atrapados en el micro
universo de esos dogmas, seres humanos comunes y corrientes, amantes de sus
familias y sus animales domésticos, fueron capaces de cometer los actos más
abominables que la mente humana pueda concebir, en la medida que se sentían
moralmente legitimados por la verdad infalible de su cultura superior, de su
raza predestinada, de su iglesia única y sagrada, de su partido infalible o de
su führer inimitable y genial.
Auschwitz fue mucho más que un
campo de exterminio, un lugar donde la barbarie genocida nazi tuvo su epicentro;
Auschwitz fue la estación terminal de los apocalípticos trenes de la muerte
que empezaron a rodar por Europa muchos siglos antes que naciera George
Stephenson, en un itinerario que transitó todo el mundo cristiano. Y que lo
recorrió haciendo del judío el culpable universal de todas las desgracias e
iniquidades que ocurrían en cualquiera de las ciudades, regiones o países
donde siempre, por la razón que fuere, el judío se convirtió en el chivo
expiatorio por excelencia, en el receptáculo y vertedero final de todos los
desaguaderos de la maldad colectiva social, política y religiosa del mundo
occidental y adyacencias.
Los trenes de la muerte que un día
llegaron a Auschwitz se fueron llenando durante siglos con judíos acusados,
juzgados y condenados por la opinión pública de intrigantes, deicidas,
asesinos de niños, adoradores del demonio, usureros, apátridas, traidores y
contumaces. Imputaciones que culminaron, con una lógica de acero, en una
hecatombe de cuerpos calcinados en una gigantesca hoguera, que los nazis
construyeron como corolario de la imposibilidad de la existencia de un espacio
vital para ese parásito solapado y resbaladizamente foráneo, que pretendía
habitar en el seno de una civilización fundada sobre otros valores
pretendidamente superiores.
Mientras Occidente en general y
Europa en particular, siga creyendo que Auschwitz fue una contingencia trágica
de la historia, un accidente pavoroso e imprevisible, una paranoia colectiva y
alucinante que atacó al pueblo alemán en un instante desgraciado de su
historia, una distracción aciaga de Dios, una puerta del infierno que se abrió
un día fatídico en el centro de Europa, mientras todas esas mentiras intenten
encubrir los verdaderos prejuicios irracionales que le dieron cobertura moral a
una judeofobia irrecusable y perversa que incubó la sistematización atroz y
repugnante de la Shoá perpetrada por el sádico aparato político creado por
Hitler, la civilización occidental seguirá doblegada por la lógica del mal
absoluto y estará en condiciones de volver a repetir el espanto organizado de
otros holocaustos.
Auschwitz no sólo fue el punto
criminal culminante y paroxístico de la judeofobia europea acumulada durante
mil años, sino que también supuso una fractura moral de la civilización
occidental, que en mi opinión no sólo no ha sido cabalmente asumida, sino que
dolorosamente hoy, en pleno tercer milenio, algunos gobernantes europeos y
muchos intelectuales de todo el mundo se han unido al totalitarismo teocrático
musulmán, para intentar barrer impúdicamente bajo la alfombra de la historia
los desgarros éticos de nuestra moral quebrada mediante obscenos recursos
banalizadores de lo ocurrido en el holocausto.
Finalmente, en tercer lugar,
conocer a Ana Vinocur me sirvió para hacer una pregunta que solamente un
sobreviviente de la Shoá puede intentar contestar:
-
¿Se puede creer en Dios después
de Auschwitz?
Le hice la pregunta cuando
estaba ya a punto de irme. Una sombra cruzó su mirada un instante mientras me
decía que pese a su temperamento positivo y optimista por naturaleza, hubo
momentos realmente terribles, muy difíciles donde era imposible creer en nada.
Pero casi de inmediato, mientras recuperaba la luz de sus ojos, me contó que la
pregunta no era nueva para ella porque ya se la habían hecho muchas veces
antes.
Siempre pensé intuitivamente
que los sobrevivientes, que vieron, que vivieron, pero que también
sobrevivieron al horror, podían tener dos opciones de respuesta antagónicas.
Por eso insistí con mi pregunta:
-“Entonces dígame Ana, ¿se
puede creer en Dios después de Auschwitz?”
La respuesta vino
inesperadamente en forma de pregunta:
- “¿Y usted, que cree?”
Desde la profundidad de mis
dudas metafísicas tan legítimas como las certezas de cualquiera, pensé un
instante tratando de ponerme inútilmente en su lugar, y dejé fluir la
respuesta de la forma lo más espontánea posible:
- “La verdad, yo quisiera
creer que sí ...”
Sin perder la sonrisa, Ana
Benkel de Vinocur, una mujer que conoció el infierno en la tierra, una
sobreviviente de Auschwitz, me respondió sencillamente:
- “Yo también”